El padre de Obba le dijo que ya era tiempo de escoger marido, y
que tenía que encaminar su vida, pues sus enseñanzas habían
sido productivas y que él la quería ver feliz. Shangó y ella se
conocieron, y al momento surgió una atracción, un amor
majestuoso, profundo. Aunque él vivía con Oyá, una mujer de
recia personalidad muy parecida a la de él, Shangó sabía que
los atributos, beneficios y cualidades que aportaría Obba a su
matrimonio harían del suyo un reino aún más poderoso. Al
principio, su unión fue feliz. Shangó dejó sus andanzas con Oyá
y se dedicó por entero a Obba. En su palacio se respiraba
bondad y tranquilidad. Obba bajaba todas las mañanas al río
para encontrarse con su hermana Oshún, y las dos se contaban
sus pequeños secretos, mientras se bañaban en las dulces y
cristalinas aguas, con sus pececitos de colores y sus chinas
pelonas. Por momentos, eran como apariciones veladas en el
arco iris de las cascadas.

Oyá, desde lejos, las veía y no podía contener la envidia, porque
esa mujer tan bella y, por añadidura, hermana suya, había
logrado lo que ella nunca había alcanzado con sus encantos y
hechicerías: casarse con Shangó. Caviló mucho cómo
reconquistar el amor de Shangó, quien con sus recuerdos no la
dejaba tranquila. Y acostada bajo un jagüey milenario, tuvo el
sueño fatídico de la venganza. En espíritu, se trasladó a la
morada de los ikú y los eggun, y, en el desierto cementerio,
donde el viento hacía silbar las copas de los árboles y se oían
los chirridos estridentes de las aves de rapiña, encontró Oyá la
solución para reconquistar el amor perdido y descansó por
primera vez en muchos días.

A la mañana siguiente, fue al encuentro de sus hermanas en el
río; conversó y se divirtió con ellas, y ganó la confianza de
Obba, tan ingenua y dulce. Sin embargo, no engañó a Oshún,
quien, recelosa, alertó a su hermana sobre la extraña conducta
de Oyá, pero Obba no le prestó oídos. Con frecuencia, Oyá le
daba a Obba recetas de las comidas favoritas de Shangó que la
joven, diligentemente, cocinaba para su marido. Hasta un día,
en que lo único que tenía Obba era harina de maíz. Oyá le dijo:
"No te apures, que vas a resolver como hice yo una vez. Te
cortas la oreja, se la preparas con el maíz y la sazonas con todo
tipo de hierbas". Ese día, Oyá llevaba puesto un pañuelo de
nueve colores que le tapaba las orejas. A Obba, le pareció muy
raro, pero en su afán por complacer a su hombre, se apresuró a
cortarse la oreja, y preparó con ella un delicioso caldo de maíz.
Cuando Oyá vio acercarse a Shangó se convirtió en una
centella. En su felicidad sin límites, arrasó con su fuego parte
de los bosques.

Al llegar Shangó a su palacio, encontró la mesa lindamente
servida, con profusión de flores rojas como la sangre. Abrazó a
su mujer y le preguntó qué había de comida, pues traía un
hambre atroz. Obba le sirvió su plato favorito, el cual él comió
con gusto, aunque sin dejar de observar a su mujer, a quien
encontraba distinta. Al percatarse de que Obba llevaba un
pañuelo, cosa que nunca usaba, pues a Shangó le encantaban
sus trenzas largas y su cabello sedoso, le pidió que se lo
quitara. Al verla sin una oreja, tembló de rabia, pues él, perfecto
en su belleza, no consentía a su lado a una mujer imperfecta.
Obba comprendió entonces el engaño de Oyá. Shangó, echando
fuego por los ojos, la abrazó por última vez, y le dijo que ella
seria su única y verdadera mujer, pero no tendrían más
relaciones, si bien la respetaba por su sacrificio y siempre sería
la primera entre todas.

Obba, avergonzada, pero reina entre las reinas, visitó a su
padre Obbatalá y, mientras caminaba hacia su palacio, sus
lágrimas brotaban inconteniblemente, dejando a su rastro un
río caudaloso, que arrasaba con todo a su paso, al despeñarse
entre rocas y árboles. Los jagüeyes, las ceibas, las palmas y las
ácanas se arqueaban para saludar las lágrimas vertidas por el
corazón desgarrado de Obba.

Obbatalá, al contemplar a Obba que le agradecía cuanto le
había otorgado con sus dones divinos, comprendió la traición
de Oyá y la gran decepción de Obba, quien no comprendía las
falsedades humanas. Por ello, le concedió lo que le pedía su
hija: "Quiero irme a donde nadie pueda verme. Quiero la
tranquilidad de lo no existente, quiero vivir con los muertos,
con los espíritus, con quienes no me puedan hacer ningún
daño. El cementerio será, de ahora en lo adelante, mi ilé (casa)
Agradeció otra vez a su padre y fue a despedirse de su hermana
Oshún, quien recibía en su río revuelto el afluente del de las
lágrimas de Obba. Las dos hermanas se unieron más que
siempre, se formó un gran remolino en el cual Obba se trasladó
del mundo de los vivos al mundo de los muertos, y dejó a
Oshún, quien en lo adelante seria la única que podría
comunicarse con ella, encargada de sus asuntos en la tierra de
los Orishas.

Obbatalá, para que Obba pudiera vivir en paz en su nueva
morada, le entregó un puñal de fino acero con empuñadura de
madera ricamente adornada en oro, plata y piedras preciosas;
un barquito pequeño para que se trasladase donde quisiera;
una brújula con los cuatro puntos cardinales, de los cuales
seria dueña absoluta; una coraza o escudo como protección
contra todos los males; una careta para esconderse tras ella y
evitar ser molestada; un libro en representación de sus
conocimientos y enseñanzas, y una catalina, símbolo del poder
divino. Todos ellos estaban hechos de madera de ácana, muy
dura, útil contra todos los maleficios y maldiciones. Desde ese
momento, los amarres, las brujerías y los conjuros mágicos
hechos a través de Oshún no se desatarían jamás. Obba vivió
feliz, pues sabía que ella era la única y verdadera esposa de
Shangó y nadie podría ocupar su lugar en el reino de los
Orishas.